viernes, 20 de marzo de 2020

miércoles, 18 de marzo de 2020

Estimados alumnos, aquí les dejo modelo de ficha técnica para textos de lectura complementaria.
Publico además mi correo para atender cualquier consulta sobre lectura de los textos : hecazaro1816@gmail.com.


                                                          FICHA  BIBLIOGRÁFICA

Nombre:

Curso:


Título de la obra

Autor

Nacionalidad

Escuela Literaria

Género

Sub Género

Tema

Motivo Principal

Motivos secundarios


Personaje Principal

Pers. Secundarios

Pers. Incidentales

Narrador

Tiempo Referencial

Ambiente Espacial

Ambiente Psicosocial

Mundo Representado

Estilo Narrativo

Comentario
(Síntesis más opinión personal)






Cinco Años de Vida (4° CH)

Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre de 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Cinco años de vida
(La muerte y otras sorpresas, 1968)



      Miró con disimulo el reloj y confirmó sus temores. Las doce y cinco. Si no empezaba inmediatamente a despedirse, perdería el último métro. Siempre le sucedía lo mismo. Cuando alguien, empujado por la nostalgia, propia o ajena, o por el alcohol, o por cierta reprimida vocación de vedette, se lanzaba por fin a la confidencia, o alguna de las mujeres presentes se ponía de pronto más bonita o más accesible o más tierna o más interesante que de costumbre, o alguno de los más veteranos contertulios, generalmente algún anarquista de la vieja hornada, empezaba a relatar su versión personal y colorida de la lucha casa por casa en el Madrid de la guerra civil, es decir, cuando la reunión por fin se rescataba a sí misma de las bromas de mal gusto y los chismes de rutina, precisamente en ese instante decisivo él tenía que hacer de aguafiesta y privar a su antebrazo del efectivo estímulo de alguna mano femenina, suave y emprendedora, y ponerse de pie y decir, con incómoda sonrisa: «Bueno, llegó mi hora fatal», y despedirse, besando a las muchachas, y palmeando a los hombres, nada más que para no perder el último métro. Los demás podían quedarse, sencillamente porque vivían cerca o —los menos— tenían auto, pero Raúl no podía permitirse el lujo de un taxi y tampoco le hacía gracia (aunque en dos ocasiones lo había hecho) la perspectiva de irse a pie desde Corentin Celton hasta Bonne Nouvelle, anodina hazaña que equivalía a atravesar medio París.
      De modo que, ya decidido, tomó uno por uno los dedos finos de Claudia Freire, que en la última hora habían reposado solidariamente en su rodilla derecha, y los fue besando, en actitud compensadora, antes de dejarlos sobre la pana verde del respaldo. Luego dijo, como siempre: «Bueno, llegó mi hora fatal», aguantó a pie firme los discretos silbidos reprobatorios y el comentario de Agustín: «Guardemos un minuto de silencio en homenaje a Cenicienta, que debe retirarse a su lejano hogar. No vayas a olvidarte el zapatito número cuarenta y dos». Raúl aprovechó las carcajadas de rigor para besar las mejillas calientes de María Inés, Nathalie (única francesa) y Claudia, y las inesperadamente frescas de Raquel, pronunciar un audible «chau a todos», cumplir el rito de agradecer la invitación a los muy bolivianos dueños de casa, y largarse.
      Hacía bastante más frío que cuatro horas antes, así que levantó el cuello del impermeable. Casi corrió por la rue Renan, no sólo para quitarse el frío, sino también porque eran las doce y cuarto. En recompensa alcanzó el último tren en dirección Porte de la Chapelle, tuvo el raro disfrute de ser el único pasajero del último vagón, y se encogió en el asiento, dispuesto a ver el vacío desfile de las dieciséis estaciones que le faltaban para la correspondance en Saint Lazare. Cuando iba por Falguière, se puso a pensar en las dificultades que un escritor como él, no francés (le pareció, para el caso, una categoría más importante que la de uruguayo), estaba condenado a enfrentar si quería escribir sobre este ambiente, esta ciudad, esta gente, este subterráneo. Precisamente, advertía que «el último métro» era un tema que estaba a su disposición. Por ejemplo: que alguien, por una circunstancia imprevista, quedara toda la noche (solo, o mejor, acompañado; o mejor aún, bien acompañado) encerrado en una estación hasta la mañana siguiente. Faltaba hallar el resorte anecdótico, pero era evidente que allí había un tema aprovechable. Para otros, claro; nunca para él. Le faltaban los detalles, la menudencia, el mecanismo de esta rutina. Escribir sin ellos, escribir ignorándolos, era la manera más segura de garantizar su propio ridículo. ¿Cómo sería el procedimiento del cierre? ¿Quedarían las luces encendidas? ¿Habría sereno? ¿Alguien revisaría previamente los andenes para comprobar que no quedaba nadie? Comparó estas dudas con la seguridad que habría tenido si el eventual relato se relacionara, por ejemplo, con el último viaje del ómnibus 173, que en Montevideo iba de Plaza Independencia a Avenida Italia y Peñón. No es que supiera todos los detalles, pero sí sabía cómo decir lo esencial y cómo insertar lo accesorio.
      Todavía estaba en esas cavilaciones, cuando llegó a Saint Lazare y tuvo que correr de nuevo para alcanzar el último tren a Porte de Lilas. Esta vez corrieron con él otras siete personas, pero se repartieron en los cinco vagones. Previsoramente volvió a subir en el último, calculando que así, en Bonne Nouvelle, quedaría más cerca de la salida. Pero ahora no iba solo. Una muchacha se ubicó en el otro extremo, de pie, pese a que todos los asientos estaban libres. Raúl la miró detenidamente, pero ella parecía hipnotizada por un sobrio aviso que recomendaba a los franceses regularizar con la debida anticipación sus documentos si es que proyectaban viajar al exterior en las próximas vacances. Él tenía el hábito de mirar a las mujeres (especialmente si eran tan aceptables como ésta) con cierto espíritu inventariante. Por las dudas. Así que inmediatamente comprobó que la chica tenía frío como él (pese a su abriguito claro, demasiado claro para la estación, y a la bufanda de lana), sueño como él, ganas de llegar como él. Almas gemelas, en fin. Siempre se estaba prometiendo entablar una relación más o menos estable con alguna francesa, como un medio insustituible de incorporarse definitivamente al idioma, pero, llegado el caso, sus amistades tanto femeninas como masculinas, se limitaban al clan latinoamericano. A veces no era una ventaja sino un fastidio, pero la verdad era que se buscaban unos a otros para hablar de Cuernavaca o Antofagasta o Paysandú o Barranquilla, y quejarse de paso de lo difícil que resultaba incorporarse a la vida francesa, como si ellos hicieran en verdad algún esfuerzo para comprender algo más que los editoriales de Le Monde y la nómina de platos en el self service.
      Por fin Bonne Nouvelle. La muchacha y él salieron del vagón por distintas puertas. Otros diez pasajeros bajaron del tren, pero se dirigieron a la salida de la rue du Faubourg Poissonière; él y la muchacha, hacia la de rue Mazagran. Los tacos de ella producían un extraño eco; los de él en cambio eran de goma y la seguían siempre a la misma y silenciosa distancia. Toda la carrera se convirtió de pronto en algo risible, cuando, al llegar a la puerta de salida, advirtieron que la reja corrediza estaba cerrada con candado. Raúl escuchó que la muchacha decía «Dios mío», así, en español, y se volvió hacia él con cara de espanto. Del lado exterior llegaban los espléndidos ronquidos de un clochard, ya instalado en su grasiento confort junto a la reja. «No se ponga nerviosa», dijo Raúl, «la otra puerta tiene que estar abierta». Ella, al oír hablar en español, no hizo ningún comentario pero pareció animarse. «Vamos rápido», dijo, y empezó a correr, desandando el camino. Pasaron nuevamente por el andén, que ahora estaba desierto y a media luz. Desde el andén de enfrente un hombre de overall les gritó que se apuraran porque ya iban a cerrar la otra puerta. Mientras seguían corriendo juntos, Raúl recordó sus dudas de un rato antes. Ahora podré hacer el cuento, pensó. Ya tenía los detalles. La muchacha parecía a punto de llorar, pero no se detenía. En un primer momento, él pensó adelantarse para ver si la puerta de Poissonière estaba abierta, pero le pareció que sería poco amable dejarla sola en aquellos corredores desiertos y ya casi sin luz. Así que llegaron juntos. Estaba cerrada. Ella se asió a la reja con las dos manos, y gritó: «Monsieur! Monsieur!». Pero aquí ni siquiera había clochard, cuanto menos monsieur. Desierto total. «No hay remedio», dijo Raúl. En el fondo no le desagradaba la idea de pasar la noche allí con la muchacha. Se limitó a pensar, de puro desconforme, que era una lástima que no fuese francesa. Qué larga y agradable clase práctica podía haber sido.
      «¿Y el hombre que estaba en el otro andén?», dijo ella. «Tiene razón. Vamos a buscarlo», dijo él, con escaso entusiasmo, y agregó: «¿Quiere esperar aquí, mientras yo trato de encontrarlo?». Muerta de miedo, ella suplicó: «No, por favor, voy con usted». Otra vez corredores y escaleras. La muchacha ya no corría. Parecía casi resignada. Por supuesto, en el otro andén no había nadie. Igual gritaron, pero ni siquiera contestó el eco. «Hay que resignarse», insistió Raúl, que aparentemente había jugado todas sus cartas a la resignación. «Acomodémonos lo mejor posible. Después de todo, si el clochard puede dormir afuera, nosotros podemos dormir adentro.» «¿Dormir?», exclamó ella, como si él le hubiese propuesto algo monstruoso. «Claro.» «Duerma usted, si quiere. Yo no podría.» «Ah no, si usted va a quedarse despierta, yo también. No faltaba más. Conversaremos.»
      En un extremo del andén había quedado una lucecita encendida. Hacia allí caminaron. Él se quitó el impermeable y se lo ofreció. «No, de ninguna manera. ¿Y usted?» Él mintió: «Yo no soy friolento». Depositó el impermeable junto a la muchacha, pero ella no hizo ningún ademán para tomarlo. Se sentaron en el largo banco de madera. Él la miró y la vio tan temerosa, y a la vez tan suspicaz, que no pudo menos que sonreír. «¿Le complica mucho la vida este contratiempo?», preguntó, nada más que por decir algo. «Imagínese.» Estuvieron unos minutos sin hablar. Él se daba cuenta de que la situación tenía un lado absurdo. Había que irse acostumbrando de a poco. «¿Y si empezáramos por presentarnos?» «Mirta Cisneros», dijo ella, pero no le tendió la mano. «Raúl Morales», dijo él, y agregó: «Uruguayo. ¿Usted es argentina?». «Sí, de Mendoza.» «¿Y qué hace en París? ¿Una beca?» «No. Pinto. Es decir: pintaba. Pero no vine con ninguna beca.» «¿Y no pinta más?» «Trabajé mucho para juntar plata y venir. Pero aquí tengo que trabajar tanto para vivir, que se acabó la pintura. Fracaso total, porque además no tengo dinero para el pasaje de vuelta. Sin contar con que el regreso sería una horrible confesión de derrota.» Él no hizo comentarios. Simplemente dijo: «Yo escribo», y antes de que ella formulara alguna pregunta: «Cuentos». «Ah. ¿Y tiene libros publicados?» «No, sólo en revistas.» «¿Y aquí puede escribir?» «Sí, puedo.» «¿Beca?» «No, tampoco. Vine hace dos años, porque gané un concurso periodístico. Y me quedé. Hago traducciones, copias a máquina, cualquier cosa. Yo tampoco tengo plata para la vuelta. Yo tampoco quiero confesar el fracaso.» Ella tuvo un escalofrío y eso pareció decidirla a colocarse el impermeable de él sobre los hombros.
      A las dos, ya habían hablado de los respectivos problemas económicos, de las dificultades de adaptación, de la sinuosa avaricia de los franceses, de los defectos y virtudes de las respectivas y lejanas patrias. A las dos y cuarto, él le propuso que se tutearan. Ella vaciló un momento; luego aceptó. Él dijo: «A falta de ajedrez, y de naipes, y de intenciones aviesas, propongo que me cuentes tu historia y que yo te cuente la mía. ¿Qué te parece?». «La mía es muy aburrida.» «La mía también. Las historias entretenidas pasaron hace mucho o las inventaron hace poco.» Ella iba a decir algo, pero le vino un estornudo y se le fue la inspiración. «Mirá», dijo él, «para que veas que soy comprensivo y poco exigente, voy a empezar yo. Cuando termine, si no te dormiste, decís vos tu cuento. Y conste que si te dormís, no me ofendo. ¿Trato hecho?». Fue consciente de que su última intervención había sido una buena maniobra de simpatía. «Trato hecho», dijo ella, sonriendo francamente y tendiéndole, ahora sí, la mano.
      «Dato primero: nací un quince de diciembre, de noche. Según cuenta mi viejo, en pleno temporal. Sin embargo, ya ves, no salí demasiado tempestuoso. ¿Año? Mil novecientos treinta y cinco. ¿Sitio? No sé si sabés que en la generación anterior, regía una ley casi infalible: todos los montevideanos habían nacido en el Interior. Ahora no, cosa rara, nacen en Montevideo. Yo soy de la calle Solano García. No la conocés, claro. Punta Carretas. Tampoco te dice nada. La costa, digamos. De chico fui una desgracia. No sólo por ser hijo único, sino porque además era enclenque. Siempre enfermo. Tuve tres veces el sarampión, con eso te digo todo. Y escarlatina. Y tos convulsa. Y rubeola. Y paperas. Cuando no estaba enfermo, estaba convaleciente. Incluso cuando los demás decían que estaba sano, yo me la pasaba sonándome la nariz.»
      Habló un poco más de la etapa infantil (colegio, maestra linda, primas burlonas, tía melosa, indigestión de merengues con olor a nafta, impenetrabilidad del mundo adulto, etc.), pero cuando quiso pasar a la próxima secuencia cronológica, advirtió claramente, y por primera vez, que lo único medianamente interesante de su vida había sucedido en su infancia. Decidió jugar la carta de la sinceridad e hizo precisamente esa confesión.
      Mirta lo ayudó: «No querrás creerme, pero la verdad es que no tengo anécdotas para contar. Casi te diría que no tengo recuerdos. Porque no puedo llevar a esa prestigiosa categoría las vulgares palizas (confieso que tampoco eran demasiado crueles) que recibí de mi madrastra, ni la rutina de los estudios, en los que nunca conseguí (ni quise) destacarme; ni las opacas amistades del barrio; ni mi época detrás de un mostrador, en Buenos Aires, como vendedora de lapiceras y bolígrafos en un comercio de la calle Corrientes. Con decirte que esta temporada en París, aun con las escaseces que paso y el sentimiento de frustración y soledad que a veces me invade, debe ser sin embargo mi período más brillante».
      Mientras hablaba, miraba hacia el otro andén. Pese a la poca luz, Raúl advirtió que la muchacha tenía los ojos llorosos. Entonces tuvo un gesto espontáneo; tan espontáneo que cuando quiso frenarlo, ya era tarde. Extendió la mano hacia ella, y le acarició la mejilla. Lo inesperado fue que la muchacha no pareció sorprenderse; más aún, Raúl tuvo la casi imperceptible sensación de que ella apoyaba por un instante la mejilla en su palma. Era como si las extrañas circunstancias hubieran instaurado un nuevo patrón de relaciones. Después él retiró la mano y se quedaron un rato inmóviles, callados. Sobre sus cabezas sonaba a veces algún tableteo, algún rumor, algún golpe, que revelaban la presencia lejana y amorfa de la cal e, que allá arriba seguía existiendo.
      De pronto él dijo: «En Montevideo tengo una novia. Buena chica. Pero hace dos años que no la veo, y, cómo te diré, la imagen se va volviendo cada vez más confusa, más incongruente, menos concreta. Si te digo que me acuerdo de sus ojos, pero no de sus orejas ni de sus labios. Si hago caso de la memoria visual, tengo que concluir que tiene labios finos, pero si recurro a la memoria táctil, tengo la impresión de que eran gruesos. Qué lío, ¿verdad?». Ella no dijo nada. Él volvió a la carga: «¿Vos tenés novio, o marido, o amigos?». «No», dijo ella. «¿Ni aquí ni en Mendoza ni en Buenos Aires?» «En ninguna parte.»
      Él bajó la cabeza. En el piso había una moneda de un franco. Se agachó y la recogió. Se la pasó a Mirta. «Guardala como recuerdo de esta Stille Nacht.» Ella la metió en el bolsillo del impermeable, sin acordarse de que no era el suyo. Él se pasó las manos por la cara. «En realidad, ¿para qué voy a mentirte? No es mi novia, sino mi mujer. Lo demás es cierto, sin embargo. Estoy aburrido de esta situación, pero no me animo a romper. Cuando se lo insinúo por carta, me escribe unas largas tiradas histéricas, anunciándome que si la dejo se mata, y, claro, yo comprendo que es un chantaje, pero ¿y si se mata? Soy más cobarde de lo que parezco. ¿O acaso parezco cobarde?» «No», dijo ella, «parecés bastante valiente, aquí, bajo tierra y sobre todo comparándote conmigo, que estoy temblando de miedo».
      La próxima vez que él miró el reloj, eran las cuatro y veinte. En la última media hora no habían hablado prácticamente nada, pero él se había acostado en el enorme banco, y su cabeza se apoyaba en la mullida cartera negra de Mirta. A veces ella le pasaba la mano por el pelo. «Cuántos remolinos», dijo. Nada más. Raúl tenía la sensación de hallarse en el centro de un delicioso disparate. Sabía que así estaba bien, pero también sabía que si quería ir más allá, si intentaba aprovechar esta noche de inesperada excepción para tener una aventura trivial, todo se vendría irremediablemente abajo. A las cinco menos cuarto se incorporó y caminó algunos pasos para desentumecer las piernas. De pronto la miró y fue algo así como una revelación. Si hubiera estado escribiendo uno de sus pulcros cuentos, inexorablemente anticursis, no se habría resignado a mencionar que esa muchacha era su destino. Pero afortunadamente no estaba escribiendo sino pensando, así que no tuvo problema en decirse a sí mismo que esa muchacha era su destino. Después de eso, suspiró; podía ser interpretado como un suspiro de inauguración. La emoción subsiguiente fue algo más que un estado de ánimo; realmente fue una exaltación orgánica que abarcó orejas, garganta, pulmones, corazón, estómago, sexo, rodillas.
      La excitación y el enternecimiento lo llevaron a romper el silencio: «¿Sabés una cosa? Daría cinco años de vida porque todo empezara aquí. Quiero decir: que yo ya estuviera divorciado y mi mujer hubiera aceptado el hecho y no se hubiera matado, y que yo tuviera un buen trabajo en París, y que al abrirse las puertas saliéramos de aquí como lo que ya somos: una pareja». Desde el banco, ella hizo con la mano un vago ademán, apenas como si quisiera espantar alguna sombra, y dijo: «Yo también daría cinco años», y luego agregó: «No importa, ya nos arreglaremos».
      El primer síntoma de que la estación reanudaba su rutina, fue una corriente de aire. Ambos estornudaron. Luego se encendieron todas las luces. Raúl sostuvo el espejito mientras ella se ponía presentable. Él mismo se peinó un poco. Cuando subían lentamente las escaleras, se cruzaron con la primera avalancha de madrugadores. Él iba pensando en que ni siquiera la había besado y se preguntaba si no se habría pasado de discreto. Afuera no hacía tanto frío como la víspera.
      Sin consultas previas, empezaron a caminar por el boulevard Bonne Nouvelle, en dirección a la sucursal de Correos. «¿Y ahora?», dijo Mirta. Raúl sintió que le había quitado la pregunta de los labios. Pero no tuvo oportunidad de responder. Desde la acera de enfrente, otra muchacha, de pantalones negros y buzo verde, les hacía señas para que la esperaran. Raúl pensó que sería una amiga de Mirta. Mirta pensó que sería una conocida de Raúl. Al fin la chica pudo cruzar y los abordó con gran dinamismo y acento mexicano: «Al fin los encuentro, cretinos. Toda la noche llamándolos al apartamento, y nada. ¿Dónde se habían metido? Necesito que Raúl me preste el Appleton. ¿Puedes? ¿O acaso es de Mirta?».
      Quedaron mudos e inmóviles. Pero la otra arremetió. «Vamos, no sean malos. De veras lo preciso. Me encargaron una traducción. ¿Qué les parece? No se queden así, como dos estatuas, por no decir como dos idiotas. ¿Van al apartamento? Los acompaño.» Y arrancó por Mazagran hacia la rue de l'Echiquier, acompañando su apuro con un bien acompasado movimiento de trasero. Raúl y Mirta caminaron tras ella, sin hablarse ni tocarse, cada uno metido en su propia expectativa. La chica nueva dobló la esquina y se detuvo frente al número 28. Los tres subieron por la escalera (no había ascensor) hasta el cuarto piso. Frente al apartamento 7, la muchacha dijo: «Bueno, abran». Con un movimiento particularmente cauteloso, Raúl descolgó del cinto su viejo llavero, y vio que había, como siempre, tres llaves. Probó con la primera; no funcionó. Probó con la segunda y pudo abrir la puerta. La chica atropelló hacia el estante de libros que estaba junto a la ventana, casi arrebató el Appleton, besó en ambas mejillas a Raúl, luego a Mirta, y dijo: «Espero que cuando venga esta noche hayan recuperado el habla. ¿Se acuerdan de que hoy quedamos en ir a lo de Emilia? Lleven discos, please». Y salió disparada, dando un portazo.
      Mirta se dejó caer sobre el sillón de esterilla. Raúl, sin pronunciar palabra, con el ceño fruncido y los ojos entornados, comenzó a revisar el apartamento. En el estante encontró sus libros, señalados y anotados con su inconfundible trazo rojo; pero había otros nuevos, con las hojas a medio abrir. En la pared del fondo estaba su querida reproducción de Miró; pero además había una de Klee que siempre había codiciado. Sobre la mesa había tres fotos: una, de sus padres; otra, de un señor sospechosamente parecido a Mirta; en la tercera estaban Mirta y él, abrazados sobre la nieve, al parecer muy divertidos.
      Desde que apareciera la chica del Appleton, no se había atrevido a mirar de frente a Mirta. Ahora sí la miró. Ella retribuyó su interés con una mirada sin sombras, un poco fatigada tal vez, pero serena. No la ayudó mucho, sin embargo, ya que en ese instante Raúl tuvo la certeza, no sólo de que había hecho mal en divorciarse de su esposa montevideana, histérica pero inteligente, malhumorada pero buena hembra, sino también de que su segundo matrimonio empezaba a deteriorarse. No se trataba de que ya no quisiera a esa delgada, friolenta, casi indefensa mujer que lo miraba desde el sillón de esterilla, pero para él estaba claro que en sus actuales sentimientos hacia Mirta quedaba muy poco del ingenuo, repentino, prodigioso, invasor enamoramiento de cinco años atrás, cuando la había conocido en cierta noche increíble, cada vez más lejana, cada vez más borrosa, en que, por una trampa del azar, quedaron encerrados en la estación Bonne Nouvelle.

Relato de un náufragoRelato de un Náufrago (4° párvulos)

La espera, Guillermo Blanco (4° medio, agrícola)

CUENTO "LA ESPERA" (GUILLERMO BLANCO)

La Espera
Guillermo Blanco

(Premio único.
Concuso Interamericano de Cuentos
de "El Nacional", México, 1956)


Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero.
Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas.
Tuvo miedo de nuevo.
Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.
Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila.
Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena.
Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.
Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.
De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . .
Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . .
Duerme. No te importe.
El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra.
(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.)
Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.
Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo.
Pobre amor: estás cansado.
Cerró los ojos.
Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.
—¡Me lah vai a pagar!
Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:
—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.
Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?
Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte; amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar paso de nuevo a la fuga.
Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.
—Párate, Negro. Arréglate.
—Deje mejor, patrón.
Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa.
—Párate.
—Le prevengo, patrón.
Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:
—Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.
Y él mudo.
—Yo tengo mi gente, patrón.
Silencio.
—Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . .
El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.
—Sería una pena que enviudara la patroncita...
Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia.
—. . . o que enviudara uhté . . .
—Si dices media cosa más, te meto un tiro.
—¡Por Dioh, patrón!
—Cállate.
—Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.
—¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.
Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.
Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo:
—¿Quién es?
—El Negro.
Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia.
—Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo..
—¿Tiene heridas graves?
—No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia.
—Yo lo curaré.
Él la cogió del brazo.
—¿No te importa?
Sonrió débilmente.
—No. No me importa. Déjame.
Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.
Se veía más repuesto, sin embargo.
—Buenas tardes—musitó.
La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada ironía:
—Güenah tardeh, patrona.
Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos.
—¿Duele?
El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio—apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento.
Terminó.
Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir.
—Patrona . . .
Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible.
—Le agradehco, patrona.
—No hay de qué—balbució.
Mas él no había acabado:
—Si me llevan preso, me van a joder.
Pausa.
—El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda. . . Sería una pena.
Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta.
—Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía.
De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz:
—¡Y a ti tamién te mato, yegua fina!
Salió precipitada, yerta de espanto.
En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso.
—¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?
—Yo.
—Amor.
—Estás loca.
—Hazlo. Te. . .
—Pero si es tan absurdo.
—No voy a vivir tranquila.
—Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?
¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas?
—Va a escapar.
—No veo. . .
Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.
Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Por un instante la vio.
—¡Y voh tamién, yegua!
La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.
...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería.
O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor) , y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos perros. . .
Despertó con sobresalto.
Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
Suspiró.
Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.
¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cesó: estaría desmontando el jinete.
—Amor.
El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.
—¡Amor!—repitió ella.
—¿Qué hay?
—Alguien viene.
—¿Dónde? ¿Qué hora es?
—No sé.
De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.
—No. No prendas la luz. Venía por el camino.
El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo.
—¡Diablos!—exclamó.
La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones:
—Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.
La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra.
Esperó.
Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga bien.
Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.
Sopló una ráfaga de viento.
Otra gota.
Silencio.
Sintió un frío que la calaba.
Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable.
Una tercera gota se desprendió del alero.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota.
Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . .
Quinta gota.
¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo. No podía.
Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.
Nuevo crujido.
No se encontraron. Viene ahí.
El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:
—Amor . . .
Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.
—¡Por Dios, qué hice!
Él:
—Pobre amor. Huye.
Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.
—Voy a curarte.
El hombre no respondió.
—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.



EL PLANETA IMPOSIBLE
Philip K. Dick



—Sigue plantada ahí afuera —dijo Norton, nervioso—. Tendrá que hablar con ella, capitán.
—¿Qué quiere?
—Quiere un billete. Es sorda como una tapia. Está inmóvil, con la mirada fija, y no quiere marcharse. Me produce escalofríos. 
El capitán Andrews se puso lentamente en pie.
—Muy bien, hablaré con ella. Hágala pasar.
—Gracias. —Norton se asomó al pasillo—. El capitán hablará con usted. Entre.
Hubo un movimiento fuera de la sala de control. Un destello me­tálico. El capitán Andrews empujó hacia atrás la computadora del es­critorio y esperó.
Una anciana pequeña y arrugada caminaba detrás de Norton. A su lado se movía un reluciente e imponente robocriado que la suje­taba por el brazo. El robot y la diminuta mujer entraron en la sala de control.
—Éstos son sus documentos. —Norton depositó un folio sobre la mesa de planos. Su voz delataba temor—. Tiene trescientos cincuen­ta años de edad. Uno de los mantenidos más viejos. Procede de Riga II.
Andrews examinó el documento. La mujer se hallaba de pie frente al escritorio, en silencio, mirando al frente. Sus ojos eran azul pálido, descoloridos como porcelana antigua.
—Irma Vincent Gordon —murmuró Andrews. Levantó la vista—. ¿Es correcto?
La anciana no respondió.
—Es totalmente sorda, señor —dijo el robocriado.
Andrews gruñó y devolvió su atención al folio. Irma Gordon era uno de los primeros colonizadores del sistema de Riga. Origen desconocido. Nacida probablemente en el espacio, en alguna de las vie­jas naves sub-C. Una extraña sensación se apoderó de él. ¡Los si­glos que había visto pasar aquella anciana! Los cambios.
—¿Quiere viajar? —preguntó al robocriado.
—Sí, señor. Ha venido desde su hogar para comprar un billete.
—¿Aguantará un viaje espacial?
—Vino desde Riga hasta aquí, Fomalhaut IX.
—¿Adónde quiere ir?
—A la Tierra, señor —respondió el robocriado.
—¡A la Tierra! —Andrews se quedó boquiabierto y lanzó un jura­mento—. ¿Qué quiere decir?
—Desea viajar a la Tierra, señor.
—¿Lo ve? —murmuró Norton—. Completamente loca.
Andrews se aferró al escritorio y dirigió la palabra a la anciana.
—Señora, no podemos venderle un billete a la Tierra.
—No le puede oír, señor —le recordó el robocriado.
Andrews buscó una hoja de papel y escribió en letras grandes:

NO PUEDO VENDERLE UN BILLETE A LA TIERRA

La sostuvo en alto. Los ojos de la mujer se movieron mientras examinaba las palabras. Frunció los labios.
—¿Por qué no? —dijo por fin.
Su voz era débil y seca, como hierba crujiente.
Andrews garrapateó una respuesta.

ESE LUGAR NO EXISTE

Añadió, malhumorado:

MITO — LEYENDA — NUNCA EXISTIÓ

Los ojos descoloridos de la mujer se desviaron de las palabras hacia Andrews. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Andrews se puso nervioso. Detrás, Norton sudaba de inquietud.
—Maldición —masculló Norton—. Échela de aquí. Nos traerá mala suerte.
—Hágale comprender que la Tierra no existe —dijo Andrews al robocriado—. Se ha demostrado miles de veces. No existió jamás ese planeta madre. Todos los científicos están de acuerdo en que la vida surgió simultáneamente en todo el...
—Su deseo es viajar a la Tierra —dijo el robot, sin perder la pa­ciencia—. Tiene trescientos cincuenta años de edad y han dejado de administrarle el tratamiento de mantenimiento. Desea visitar la Tierra antes de morir.
—¡Pero si es un mito! —estalló Andrews, incapaz de articular una palabra más.
—¿Cuánto vale? —preguntó la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¡No puedo hacerlo! —gritó Andrews—. No existe...
—Tenemos un kilo de positivos —dijo el robot. 
Andrews se apaciguó de repente.
—Mil positivos.
Palideció de estupefacción y apretó la mandíbula.
—¿Cuánto vale? —repitió la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¿Será suficiente? —preguntó el robocriado.
Andrews tragó saliva, en silencio. De pronto, recobró la voz.
—Claro —contestó—. ¿Por qué no?
—¡Capitán! —protestó Norton—. ¿Ha perdido el juicio? ¡Usted sabe muy bien que no existe la Tierra! ¿Cómo demonios podemos...?
—Nos la llevaremos, desde luego. —Andrews se abotonó la cha­quetilla lentamente, con las manos temblorosas—. La llevaremos a donde le dé la gana. Dígaselo. Nos complacerá mucho conducirla a la Tierra por mil positivos. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —dijo el robot—. Ha ahorrado durante muchas dé­cadas para esto. Le entregará el kilo de positivos en seguida. Lo lle­va encima.

—Escuche —dijo Norton—, le pueden caer veinte años por esto. Le quitarán el permiso y el contrato, y le...
—Cierre el pico. —Andrews giró el cuadrante del videotransmisor intersistémico. Los motores vibraron y rugieron bajo sus pies. El traqueteante transporte había salido al espacio—. Quiero la informa­ción esencial concerniente a Centauro II —dijo en el micrófono.
—Ni siquiera lo conseguirá por mil positivos. Nadie puede con­seguirlo. Han buscado la Tierra durante generaciones. Naves del Di­rectorio rastrearon cada planeta de todo...
El videotransmisor chasqueó.
—Centauro II.
—Información catalogada.
Norton tomó a Andrews por el brazo.
—Por favor, capitán. Ni siquiera por dos kilos de positivos...
—Quiero la siguiente información —dijo Andrews en el videotransmisor—. Todos los datos que se conocen relativos al planeta Tierra, cuna legendaria de la raza humana.
—No se conoce ningún dato —respondió la voz indiferente del monitor de la biblioteca—. El tema está clasificado como metaparticular.
—¿Qué informes sin verificar, pero ampliamente difundidos, han sobrevivido?
—La mayor parte de las leyendas concernientes a la Tierra se per­dieron durante el conflicto entre Centauro y Riga de 4-B33a. Lo que ha sobrevivido es fragmentario. La Tierra es descrita de diver­sas formas: un planeta ancho y anillado con tres lunas, un planeta pequeño y denso con una sola luna, el primer planeta de un siste­ma de diez planetas que giran alrededor de una enana blanca...
—¿Cuál es la leyenda más generalizada?
—El informe Morrison sobre 5-C2 1r analizaba el conjunto de las descripciones étnicas y subliminales de la legendaria Tierra. El re­sumen final indicaba que la Tierra se considera, por lo general, el tercer planeta de un sistema de nueve, con una sola luna. Las res­tantes leyendas sólo coinciden en este punto.
—Entiendo. El tercer planeta de un sistema de nueve. Con una sola luna.
Andrews cortó la comunicación y la pantalla se apagó.
—¿Qué opina? —preguntó Norton. 
Andrews se puso en pie al instante.
—Es probable que esa mujer conozca todas las leyendas referen­tes a la Tierra. —Indicó con el dedo los camarotes destinados a los pasajeros, en la cubierta inferior—. Quiero obtener todas las descrip­ciones.
—¿Por qué? ¿Qué va a hacer?
Andrews abrió la carta estelar. Recorrió el índice con un dedo y conectó la computadora. Al cabo de un momento, el aparato escupió una tarjeta.
Andrews tomó la tarjeta y la introdujo en el robopiloto.
—El sistema de Emphor —murmuró, pensativo.
—¿Emphor? ¿Nos dirigimos allí?
—Según la carta, existen noventa sistemas cuyo tercer planeta po­see una sola luna. De los noventa, Emphor es el más próximo. Ése es nuestro destino.
—No lo entiendo —protestó Norton—. Emphor es un sistema tradicionalmente comercial. Emphor III es un punto de control que ni si­quiera alcanza la clase D.
—Emphor III tiene una sola luna, y es el tercero de nueve planetas —sonrió el capitán Andrews—. Es todo cuanto queremos. ¿Alguien posee más conocimientos sobre la Tierra? —Bajó la vista—. ¿Sabe ella algo más sobre la Tierra?
—Entiendo —dijo Norton—. Empiezo a hacerme una idea.
Emphor III giraba en silencio bajo ellos. Un globo de color rojo oscuro, suspendido entre nubes pálidas. Los restos coagula­dos de antiquísimos mares lamían su recalentada y corroída su­perficie. Acantilados agrietados y erosionados se erguían hacia el cielo. Las llanuras estaban desnudas de toda vegetación. Gran­des pozos horadaban la superficie, innumerables llagas boste­zantes.
Norton hizo una mueca de asco.
—Fíjese. ¿Existe algún tipo de vida?
El capitán Andrews frunció el ceño.
—No sabía que estuviera tan erosionado. —Se dirigió hacia el robopiloto—. Se supone que hay una pista de aterrizaje ahí abajo. In­tentaré localizarla.
—¿Una pista? ¿Quiere decir que ese desierto está habitado?
—Por algunos emphoritas. Una colonia degenerada de comer­ciantes. —Andrews consultó la carta—. Naves comerciales aterrizan en ocasiones. Apenas se han establecido contactos con esta región desde la guerra entre Centauro y Riga.
Los pasajeros irrumpieron de repente. El reluciente robocriado y la señora Gordon entraron en la sala de control. El anciano rostro de la mujer estaba muy animado.
—¡Capitán! ¿Es eso... la Tierra?
—Sí —asintió Andrews.
El robocriado guió a la señora Gordon hasta la gran pantalla. Los rasgos de la anciana se animaron por destellos de emoción.
—Apenas puedo creer que sea la Tierra. Me parece imposible. 
Norton dirigió una mirada penetrante al capitán Andrews.
—Es la Tierra —afirmó Andrews, evitando mirar a Norton—. No tardaremos en divisar la luna.
La anciana se volvió sin pronunciar una palabra.
Andrews se puso en comunicación con la pista de aterrizaje y conectó el piloto automático. El transporte se estremeció y empezó a descender, guiado por las señales de Emphor.
—Estamos aterrizando —dijo Andrews a la anciana, apoyando la mano en su hombro.
—No puede oírle, señor —le recordó el robocriado.
—Bueno, pero puede ver —gruñó Andrews.
La erosionada superficie de Emphor III subía hacia ellos a toda velocidad. La nave penetró en el cinturón de nubes y lo atravesó, volando sobre una llanura desnuda que se extendía hasta perderse de vista.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Norton a Andrews—. ¿La guerra?
—La guerra, minas, y vejez. Es posible que los pozos sean cráte­res producidos por bombas. Algunas de esas zanjas largas pueden ser las huellas dejadas por excavadoras. Da la impresión que los recursos de este lugar están agotados.
Una retorcida hilera de picos montañosos irregulares pasó bajo ellos. Se acercaron a los restos de un océano. Divisaron un inmenso mar de aguas oscuras, saturado de sal y desperdicios. Sus límites se perdían en orillas formadas por montones de escombros.
—¿Por qué es así? —preguntó la señora Gordon de repente. La duda se reflejó en sus rasgos—. ¿Por qué?
—¿A qué se refiere? —preguntó Andrews.
—No lo entiendo. —La mujer contempló la superficie que se ex­tendía bajo sus pies, vacilante—. No debería ser de esta manera. La Tierra es verde. Verde y llena de vida. Agua azul y... —Su voz se quebró—. ¿Por qué?
Andrews tomó un trozo de papel y escribió:

LAS OPERACIONES COMERCIALES DEVASTARON LA SUPERFICIE

La señora Gordon leyó las palabras y frunció los labios. Un es­pasmo sacudió su cuerpo enjuto y reseco.
—Devastada... —Su voz expresó un agudo pesar—. ¡No debería ser así! ¡No quiero que sea así!
—Le conviene un descanso —dijo el robocriado, tomándola por el brazo—. La acompañaré a sus aposentos. Hagan el favor de avisar­nos en cuanto hayamos aterrizado.
—Claro.
Andrews asintió, indeciso, cuando el robot apartó a la anciana de la pantalla. La mujer se aferró a la barandilla, con el rostro de­formado por el temor y el desconcierto.
—¡Algo está mal! —gimió la anciana—. ¿Por qué es así? ¿Por qué...? 
El robot la sacó de la sala de control. Al cerrarse, las puertas hi­dráulicas de seguridad acallaron sus lamentos.
—Dios mío. —Andrews se relajó y encendió un cigarrillo con de­dos temblorosos—. Menudo escándalo ha armado.
—Estamos a punto de aterrizar —anunció Norton fríamente.
Un viento frío les azotó cuando se asomaron. El aire olía mal, áspero y acre, como a huevos podridos. La sal y la arena transpor­tadas por el viento les hirieron en la cara.
Se hallaban a pocos kilómetros de la espesa capa marina. Oyeron su tenue y gomoso silbido. Algunas aves pasaron en silencio so­bre ellos, batiendo sus enormes alas sin producir ningún ruido.
—Esta mierda de lugar me deprime —murmuró Andrews.
—Sí. Me pregunto qué estará pensando la vieja.
El reluciente robot y la anciana descendieron por la rampa. La mujer andaba con paso vacilante e inestable, aferrada al brazo me­tálico del robocriado. El viento frío se encarnizó en su frágil cuer­po. Se tambaleó durante un momento..., y después siguió avanzan­do, hasta poner pie en el accidentado suelo.
Norton sacudió la cabeza.
—Tiene mal aspecto. Este aire, y el viento...
—Lo sé. —Andrews se dirigió hacia la señora Gordon y el robot—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—No muy bien, señor —susurró el robot.
—Capitán —musitó la anciana.
—Dígame.
—Debe decirme la verdad. ¿De veras..., de veras estamos en la Tierra? —La anciana clavó la vista en sus labios—. ¿Me lo jura? ¿Me lo jura? —Su voz se convirtió en un chillido de terror.
—¡Es la Tierra! —exclamó Andrews, irritado—. Ya se lo he dicho antes. Claro que es la Tierra.
—No parece la Tierra. —La señora Gordon aguardó ansiosamente la respuesta de Andrews, aterrorizada—. No parece la Tierra, capi­tán. ¿De veras es la Tierra?
—¡Sí!
La mirada de la mujer se desvió hacia el océano. Un extraño bri­llo iluminó su rostro fatigado y alumbró una súbita ansiedad en sus ojos.
—¿Aquello es agua? Quiero verla.
—Saque la lancha —ordenó Andrews a Norton—. Acompáñela a donde quiera.
—¿Yo? —Norton retrocedió, airado.
—Es una orden.
—De acuerdo.
Norton volvió a regañadientes a la nave. Andrews encendió un cigarrillo, malhumorado, y esperó. Al cabo de pocos minutos, la lancha salió de la nave y se deslizó sobre la ceniza hacia ellos.
—Enséñele lo que quiera —indicó Andrews al robocriado—. Nor­ton conducirá.
—Gracias, señor —respondió el robot—. Ella se lo agradecerá mu­cho. Ha deseado durante toda su vida pisar la Tierra. Se acuerda de lo que su abuelo le contaba sobre este planeta. Cree que su abuelo vino de la Tierra, hace mucho tiempo. Es muy vieja. Es el último miembro vivo de su familia.
—Pero la Tierra no es más que... —Andrews se contuvo—. Quiero decir...
—Sí, señor, pero ella es muy vieja, y ha esperado muchos años.
El robot se volvió hacia la anciana y la condujo hacia la lancha. Andrews les observó con semblante sombrío, acariciándose el men­tón y frunciendo el ceño.
—Vamos —dijo Norton desde el interior de la lancha.
Abrió la escotilla y el robocriado ayudó a la anciana a entrar. La escotilla se cerró a sus espaldas.
Un momento después, la lancha se deslizó sobre la llanura sala­da, en dirección al desagradable y ondulado océano.

Norton y el capitán Andrews paseaban sin descanso por la orilla. El cielo estaba oscureciendo. Ráfagas de sal azotaban sus rostros. Las tierras bajas, inundadas por la marea, hedían en la penumbra de la noche. A lo lejos, el contorno de unas colinas se difuminaba en el silencio y la niebla.
—Sigue —dijo Andrews—. ¿Qué pasó después?
—Eso es todo. La mujer salió de la lancha, acompañada del robot. Yo me quedé dentro. Estuvieron mirando el océano. Al cabo de un rato, la vieja envió al robot de vuelta a la lancha.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que quería estar a solas un tiempo. Perma­neció inmóvil en la orilla, mirando el agua. Se levantó viento. De repente, se acuclilló y se hundió en la ceniza salada.
—¿Y entonces?
—Mientras yo me recobraba de la impresión, el robot corrió a re­cogerla. Se irguió durante un segundo y avanzó hacia el agua. Salté de la lancha, gritando. El robot se internó en el agua y desapareció. Se hundió en el barro y la mierda. Se desvaneció. —Norton se estre­meció—. Con el cuerpo de la mujer.
Andrews tiró el cigarrillo con furia. El cigarrillo rodó sobre la playa, todavía encendido.
—¿Algo más?
—Nada. Todo ocurrió en un segundo. Ella estaba parada, mirando el agua. De súbito, tembló..., como una rama muerta. Y entonces se esfumó. El robocriado saltó de la lancha y se hundió con ella en el agua antes que me diera cuenta de lo que pasaba.
El cielo estaba casi oscuro. Enormes nubes se desplazaban bajo las tenues estrellas. Nubes de insalubres emanaciones nocturnas y partículas de desperdicios. Una bandada de aves enormes surcó el horizonte en silencio.
La luna se recortaba contra las quebradas colinas. Un globo en­fermizo y desolado, teñido de un pálido color amarillo, como de pergamino antiguo.
—Volvamos a la nave —dijo Andrews—. No me gusta este lugar.
—No consigo comprender qué ha ocurrido. La vieja... 
Andrews sacudió la cabeza.
—El viento. Toxinas radiactivas. Lo verifiqué con Centauro II. La guerra devastó todo el sistema. Convirtió el planeta en un pecio venenoso.
—Entonces, no tendremos que...
—No, no nos considerarán responsables. —Caminaron durante un rato en silencio—. No tendremos que dar ninguna explicación. Está muy claro. Cualquiera que venga aquí, en especial una persona de avanzada edad...
—Sólo que nadie desea venir aquí —comentó Norton con amargu­ra—. En especial una persona de avanzada edad.
Andrews no contestó. Andaba con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos. Norton le seguía en silencio. Sobre sus cabezas, la luna dejó atrás la niebla y penetró en una extensión de cielo despejada, brillando con mayor fuerza.
—Por cierto —dijo Norton, con voz fría y distante—. Éste es el úl­timo viaje que hago con usted. Rellené una petición formal mien­tras estaba en la nave.
—Oh.
—Pensé que debía decírselo. En cuanto a mi parte del kilo de po­sitivos, puede quedársela.
Andrews se ruborizó y aceleró el paso, dejando atrás a Norton. La muerte de la anciana le había trastocado. Encendió otro cigarri­llo y lo tiró al cabo de pocos momentos.
Maldita sea... La culpa no era suya. Era una vieja. Trescientos cincuenta años. Sorda y senil. Una hoja marchita, arrastrada por el viento, por el viento venenoso que azotaba sin cesar la superficie devastada del planeta.
La superficie devastada. Cenizas saladas y desperdicios. La línea quebrada de colinas desmoronadas. Y el silencio. El eterno silencio. Sólo el viento y el chapoteo de las turbias aguas estancadas. Y los pájaros oscuros que surcaban el cielo.
Algo brilló a sus pies, en la ceniza salada. Reflejaba la palidez enfermiza de la luna.
Andrews se agachó y tanteó en la oscuridad. Sus dedos se cerra­ron sobre algo duro. Tomó el pequeño disco y lo examinó.
—Qué raro —dijo.
No volvió a acordarse del disco hasta que estuvieron en el espa­cio, volando hacia Fomalhaut.
Se apartó del panel de control y rebuscó en sus bolsillos.
El disco estaba desgastado. Era muy fino. Y terriblemente anti­guo. Andrews lo frotó y escupió sobre su superficie hasta que estu­vo lo bastante limpio para examinarlo. Un grabado borroso..., y nada más. Le dio la vuelta. ¿Una ficha? ¿Una arandela? ¿Una moneda?
En el reverso había unas pocas letras carentes de sentido, en al­gún idioma antiguo y olvidado. Sostuvo el disco a la luz hasta que descifró las letras:

E PLURIBUS UNUM

Se encogió de hombros, tiró el fragmento de metal antiguo a la unidad eliminadora de residuos y devolvió su atención a la carta estelar, a su hogar...


FIN