martes, 17 de marzo de 2020




EL PLANETA IMPOSIBLE
Philip K. Dick



—Sigue plantada ahí afuera —dijo Norton, nervioso—. Tendrá que hablar con ella, capitán.
—¿Qué quiere?
—Quiere un billete. Es sorda como una tapia. Está inmóvil, con la mirada fija, y no quiere marcharse. Me produce escalofríos. 
El capitán Andrews se puso lentamente en pie.
—Muy bien, hablaré con ella. Hágala pasar.
—Gracias. —Norton se asomó al pasillo—. El capitán hablará con usted. Entre.
Hubo un movimiento fuera de la sala de control. Un destello me­tálico. El capitán Andrews empujó hacia atrás la computadora del es­critorio y esperó.
Una anciana pequeña y arrugada caminaba detrás de Norton. A su lado se movía un reluciente e imponente robocriado que la suje­taba por el brazo. El robot y la diminuta mujer entraron en la sala de control.
—Éstos son sus documentos. —Norton depositó un folio sobre la mesa de planos. Su voz delataba temor—. Tiene trescientos cincuen­ta años de edad. Uno de los mantenidos más viejos. Procede de Riga II.
Andrews examinó el documento. La mujer se hallaba de pie frente al escritorio, en silencio, mirando al frente. Sus ojos eran azul pálido, descoloridos como porcelana antigua.
—Irma Vincent Gordon —murmuró Andrews. Levantó la vista—. ¿Es correcto?
La anciana no respondió.
—Es totalmente sorda, señor —dijo el robocriado.
Andrews gruñó y devolvió su atención al folio. Irma Gordon era uno de los primeros colonizadores del sistema de Riga. Origen desconocido. Nacida probablemente en el espacio, en alguna de las vie­jas naves sub-C. Una extraña sensación se apoderó de él. ¡Los si­glos que había visto pasar aquella anciana! Los cambios.
—¿Quiere viajar? —preguntó al robocriado.
—Sí, señor. Ha venido desde su hogar para comprar un billete.
—¿Aguantará un viaje espacial?
—Vino desde Riga hasta aquí, Fomalhaut IX.
—¿Adónde quiere ir?
—A la Tierra, señor —respondió el robocriado.
—¡A la Tierra! —Andrews se quedó boquiabierto y lanzó un jura­mento—. ¿Qué quiere decir?
—Desea viajar a la Tierra, señor.
—¿Lo ve? —murmuró Norton—. Completamente loca.
Andrews se aferró al escritorio y dirigió la palabra a la anciana.
—Señora, no podemos venderle un billete a la Tierra.
—No le puede oír, señor —le recordó el robocriado.
Andrews buscó una hoja de papel y escribió en letras grandes:

NO PUEDO VENDERLE UN BILLETE A LA TIERRA

La sostuvo en alto. Los ojos de la mujer se movieron mientras examinaba las palabras. Frunció los labios.
—¿Por qué no? —dijo por fin.
Su voz era débil y seca, como hierba crujiente.
Andrews garrapateó una respuesta.

ESE LUGAR NO EXISTE

Añadió, malhumorado:

MITO — LEYENDA — NUNCA EXISTIÓ

Los ojos descoloridos de la mujer se desviaron de las palabras hacia Andrews. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Andrews se puso nervioso. Detrás, Norton sudaba de inquietud.
—Maldición —masculló Norton—. Échela de aquí. Nos traerá mala suerte.
—Hágale comprender que la Tierra no existe —dijo Andrews al robocriado—. Se ha demostrado miles de veces. No existió jamás ese planeta madre. Todos los científicos están de acuerdo en que la vida surgió simultáneamente en todo el...
—Su deseo es viajar a la Tierra —dijo el robot, sin perder la pa­ciencia—. Tiene trescientos cincuenta años de edad y han dejado de administrarle el tratamiento de mantenimiento. Desea visitar la Tierra antes de morir.
—¡Pero si es un mito! —estalló Andrews, incapaz de articular una palabra más.
—¿Cuánto vale? —preguntó la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¡No puedo hacerlo! —gritó Andrews—. No existe...
—Tenemos un kilo de positivos —dijo el robot. 
Andrews se apaciguó de repente.
—Mil positivos.
Palideció de estupefacción y apretó la mandíbula.
—¿Cuánto vale? —repitió la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¿Será suficiente? —preguntó el robocriado.
Andrews tragó saliva, en silencio. De pronto, recobró la voz.
—Claro —contestó—. ¿Por qué no?
—¡Capitán! —protestó Norton—. ¿Ha perdido el juicio? ¡Usted sabe muy bien que no existe la Tierra! ¿Cómo demonios podemos...?
—Nos la llevaremos, desde luego. —Andrews se abotonó la cha­quetilla lentamente, con las manos temblorosas—. La llevaremos a donde le dé la gana. Dígaselo. Nos complacerá mucho conducirla a la Tierra por mil positivos. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —dijo el robot—. Ha ahorrado durante muchas dé­cadas para esto. Le entregará el kilo de positivos en seguida. Lo lle­va encima.

—Escuche —dijo Norton—, le pueden caer veinte años por esto. Le quitarán el permiso y el contrato, y le...
—Cierre el pico. —Andrews giró el cuadrante del videotransmisor intersistémico. Los motores vibraron y rugieron bajo sus pies. El traqueteante transporte había salido al espacio—. Quiero la informa­ción esencial concerniente a Centauro II —dijo en el micrófono.
—Ni siquiera lo conseguirá por mil positivos. Nadie puede con­seguirlo. Han buscado la Tierra durante generaciones. Naves del Di­rectorio rastrearon cada planeta de todo...
El videotransmisor chasqueó.
—Centauro II.
—Información catalogada.
Norton tomó a Andrews por el brazo.
—Por favor, capitán. Ni siquiera por dos kilos de positivos...
—Quiero la siguiente información —dijo Andrews en el videotransmisor—. Todos los datos que se conocen relativos al planeta Tierra, cuna legendaria de la raza humana.
—No se conoce ningún dato —respondió la voz indiferente del monitor de la biblioteca—. El tema está clasificado como metaparticular.
—¿Qué informes sin verificar, pero ampliamente difundidos, han sobrevivido?
—La mayor parte de las leyendas concernientes a la Tierra se per­dieron durante el conflicto entre Centauro y Riga de 4-B33a. Lo que ha sobrevivido es fragmentario. La Tierra es descrita de diver­sas formas: un planeta ancho y anillado con tres lunas, un planeta pequeño y denso con una sola luna, el primer planeta de un siste­ma de diez planetas que giran alrededor de una enana blanca...
—¿Cuál es la leyenda más generalizada?
—El informe Morrison sobre 5-C2 1r analizaba el conjunto de las descripciones étnicas y subliminales de la legendaria Tierra. El re­sumen final indicaba que la Tierra se considera, por lo general, el tercer planeta de un sistema de nueve, con una sola luna. Las res­tantes leyendas sólo coinciden en este punto.
—Entiendo. El tercer planeta de un sistema de nueve. Con una sola luna.
Andrews cortó la comunicación y la pantalla se apagó.
—¿Qué opina? —preguntó Norton. 
Andrews se puso en pie al instante.
—Es probable que esa mujer conozca todas las leyendas referen­tes a la Tierra. —Indicó con el dedo los camarotes destinados a los pasajeros, en la cubierta inferior—. Quiero obtener todas las descrip­ciones.
—¿Por qué? ¿Qué va a hacer?
Andrews abrió la carta estelar. Recorrió el índice con un dedo y conectó la computadora. Al cabo de un momento, el aparato escupió una tarjeta.
Andrews tomó la tarjeta y la introdujo en el robopiloto.
—El sistema de Emphor —murmuró, pensativo.
—¿Emphor? ¿Nos dirigimos allí?
—Según la carta, existen noventa sistemas cuyo tercer planeta po­see una sola luna. De los noventa, Emphor es el más próximo. Ése es nuestro destino.
—No lo entiendo —protestó Norton—. Emphor es un sistema tradicionalmente comercial. Emphor III es un punto de control que ni si­quiera alcanza la clase D.
—Emphor III tiene una sola luna, y es el tercero de nueve planetas —sonrió el capitán Andrews—. Es todo cuanto queremos. ¿Alguien posee más conocimientos sobre la Tierra? —Bajó la vista—. ¿Sabe ella algo más sobre la Tierra?
—Entiendo —dijo Norton—. Empiezo a hacerme una idea.
Emphor III giraba en silencio bajo ellos. Un globo de color rojo oscuro, suspendido entre nubes pálidas. Los restos coagula­dos de antiquísimos mares lamían su recalentada y corroída su­perficie. Acantilados agrietados y erosionados se erguían hacia el cielo. Las llanuras estaban desnudas de toda vegetación. Gran­des pozos horadaban la superficie, innumerables llagas boste­zantes.
Norton hizo una mueca de asco.
—Fíjese. ¿Existe algún tipo de vida?
El capitán Andrews frunció el ceño.
—No sabía que estuviera tan erosionado. —Se dirigió hacia el robopiloto—. Se supone que hay una pista de aterrizaje ahí abajo. In­tentaré localizarla.
—¿Una pista? ¿Quiere decir que ese desierto está habitado?
—Por algunos emphoritas. Una colonia degenerada de comer­ciantes. —Andrews consultó la carta—. Naves comerciales aterrizan en ocasiones. Apenas se han establecido contactos con esta región desde la guerra entre Centauro y Riga.
Los pasajeros irrumpieron de repente. El reluciente robocriado y la señora Gordon entraron en la sala de control. El anciano rostro de la mujer estaba muy animado.
—¡Capitán! ¿Es eso... la Tierra?
—Sí —asintió Andrews.
El robocriado guió a la señora Gordon hasta la gran pantalla. Los rasgos de la anciana se animaron por destellos de emoción.
—Apenas puedo creer que sea la Tierra. Me parece imposible. 
Norton dirigió una mirada penetrante al capitán Andrews.
—Es la Tierra —afirmó Andrews, evitando mirar a Norton—. No tardaremos en divisar la luna.
La anciana se volvió sin pronunciar una palabra.
Andrews se puso en comunicación con la pista de aterrizaje y conectó el piloto automático. El transporte se estremeció y empezó a descender, guiado por las señales de Emphor.
—Estamos aterrizando —dijo Andrews a la anciana, apoyando la mano en su hombro.
—No puede oírle, señor —le recordó el robocriado.
—Bueno, pero puede ver —gruñó Andrews.
La erosionada superficie de Emphor III subía hacia ellos a toda velocidad. La nave penetró en el cinturón de nubes y lo atravesó, volando sobre una llanura desnuda que se extendía hasta perderse de vista.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Norton a Andrews—. ¿La guerra?
—La guerra, minas, y vejez. Es posible que los pozos sean cráte­res producidos por bombas. Algunas de esas zanjas largas pueden ser las huellas dejadas por excavadoras. Da la impresión que los recursos de este lugar están agotados.
Una retorcida hilera de picos montañosos irregulares pasó bajo ellos. Se acercaron a los restos de un océano. Divisaron un inmenso mar de aguas oscuras, saturado de sal y desperdicios. Sus límites se perdían en orillas formadas por montones de escombros.
—¿Por qué es así? —preguntó la señora Gordon de repente. La duda se reflejó en sus rasgos—. ¿Por qué?
—¿A qué se refiere? —preguntó Andrews.
—No lo entiendo. —La mujer contempló la superficie que se ex­tendía bajo sus pies, vacilante—. No debería ser de esta manera. La Tierra es verde. Verde y llena de vida. Agua azul y... —Su voz se quebró—. ¿Por qué?
Andrews tomó un trozo de papel y escribió:

LAS OPERACIONES COMERCIALES DEVASTARON LA SUPERFICIE

La señora Gordon leyó las palabras y frunció los labios. Un es­pasmo sacudió su cuerpo enjuto y reseco.
—Devastada... —Su voz expresó un agudo pesar—. ¡No debería ser así! ¡No quiero que sea así!
—Le conviene un descanso —dijo el robocriado, tomándola por el brazo—. La acompañaré a sus aposentos. Hagan el favor de avisar­nos en cuanto hayamos aterrizado.
—Claro.
Andrews asintió, indeciso, cuando el robot apartó a la anciana de la pantalla. La mujer se aferró a la barandilla, con el rostro de­formado por el temor y el desconcierto.
—¡Algo está mal! —gimió la anciana—. ¿Por qué es así? ¿Por qué...? 
El robot la sacó de la sala de control. Al cerrarse, las puertas hi­dráulicas de seguridad acallaron sus lamentos.
—Dios mío. —Andrews se relajó y encendió un cigarrillo con de­dos temblorosos—. Menudo escándalo ha armado.
—Estamos a punto de aterrizar —anunció Norton fríamente.
Un viento frío les azotó cuando se asomaron. El aire olía mal, áspero y acre, como a huevos podridos. La sal y la arena transpor­tadas por el viento les hirieron en la cara.
Se hallaban a pocos kilómetros de la espesa capa marina. Oyeron su tenue y gomoso silbido. Algunas aves pasaron en silencio so­bre ellos, batiendo sus enormes alas sin producir ningún ruido.
—Esta mierda de lugar me deprime —murmuró Andrews.
—Sí. Me pregunto qué estará pensando la vieja.
El reluciente robot y la anciana descendieron por la rampa. La mujer andaba con paso vacilante e inestable, aferrada al brazo me­tálico del robocriado. El viento frío se encarnizó en su frágil cuer­po. Se tambaleó durante un momento..., y después siguió avanzan­do, hasta poner pie en el accidentado suelo.
Norton sacudió la cabeza.
—Tiene mal aspecto. Este aire, y el viento...
—Lo sé. —Andrews se dirigió hacia la señora Gordon y el robot—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—No muy bien, señor —susurró el robot.
—Capitán —musitó la anciana.
—Dígame.
—Debe decirme la verdad. ¿De veras..., de veras estamos en la Tierra? —La anciana clavó la vista en sus labios—. ¿Me lo jura? ¿Me lo jura? —Su voz se convirtió en un chillido de terror.
—¡Es la Tierra! —exclamó Andrews, irritado—. Ya se lo he dicho antes. Claro que es la Tierra.
—No parece la Tierra. —La señora Gordon aguardó ansiosamente la respuesta de Andrews, aterrorizada—. No parece la Tierra, capi­tán. ¿De veras es la Tierra?
—¡Sí!
La mirada de la mujer se desvió hacia el océano. Un extraño bri­llo iluminó su rostro fatigado y alumbró una súbita ansiedad en sus ojos.
—¿Aquello es agua? Quiero verla.
—Saque la lancha —ordenó Andrews a Norton—. Acompáñela a donde quiera.
—¿Yo? —Norton retrocedió, airado.
—Es una orden.
—De acuerdo.
Norton volvió a regañadientes a la nave. Andrews encendió un cigarrillo, malhumorado, y esperó. Al cabo de pocos minutos, la lancha salió de la nave y se deslizó sobre la ceniza hacia ellos.
—Enséñele lo que quiera —indicó Andrews al robocriado—. Nor­ton conducirá.
—Gracias, señor —respondió el robot—. Ella se lo agradecerá mu­cho. Ha deseado durante toda su vida pisar la Tierra. Se acuerda de lo que su abuelo le contaba sobre este planeta. Cree que su abuelo vino de la Tierra, hace mucho tiempo. Es muy vieja. Es el último miembro vivo de su familia.
—Pero la Tierra no es más que... —Andrews se contuvo—. Quiero decir...
—Sí, señor, pero ella es muy vieja, y ha esperado muchos años.
El robot se volvió hacia la anciana y la condujo hacia la lancha. Andrews les observó con semblante sombrío, acariciándose el men­tón y frunciendo el ceño.
—Vamos —dijo Norton desde el interior de la lancha.
Abrió la escotilla y el robocriado ayudó a la anciana a entrar. La escotilla se cerró a sus espaldas.
Un momento después, la lancha se deslizó sobre la llanura sala­da, en dirección al desagradable y ondulado océano.

Norton y el capitán Andrews paseaban sin descanso por la orilla. El cielo estaba oscureciendo. Ráfagas de sal azotaban sus rostros. Las tierras bajas, inundadas por la marea, hedían en la penumbra de la noche. A lo lejos, el contorno de unas colinas se difuminaba en el silencio y la niebla.
—Sigue —dijo Andrews—. ¿Qué pasó después?
—Eso es todo. La mujer salió de la lancha, acompañada del robot. Yo me quedé dentro. Estuvieron mirando el océano. Al cabo de un rato, la vieja envió al robot de vuelta a la lancha.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que quería estar a solas un tiempo. Perma­neció inmóvil en la orilla, mirando el agua. Se levantó viento. De repente, se acuclilló y se hundió en la ceniza salada.
—¿Y entonces?
—Mientras yo me recobraba de la impresión, el robot corrió a re­cogerla. Se irguió durante un segundo y avanzó hacia el agua. Salté de la lancha, gritando. El robot se internó en el agua y desapareció. Se hundió en el barro y la mierda. Se desvaneció. —Norton se estre­meció—. Con el cuerpo de la mujer.
Andrews tiró el cigarrillo con furia. El cigarrillo rodó sobre la playa, todavía encendido.
—¿Algo más?
—Nada. Todo ocurrió en un segundo. Ella estaba parada, mirando el agua. De súbito, tembló..., como una rama muerta. Y entonces se esfumó. El robocriado saltó de la lancha y se hundió con ella en el agua antes que me diera cuenta de lo que pasaba.
El cielo estaba casi oscuro. Enormes nubes se desplazaban bajo las tenues estrellas. Nubes de insalubres emanaciones nocturnas y partículas de desperdicios. Una bandada de aves enormes surcó el horizonte en silencio.
La luna se recortaba contra las quebradas colinas. Un globo en­fermizo y desolado, teñido de un pálido color amarillo, como de pergamino antiguo.
—Volvamos a la nave —dijo Andrews—. No me gusta este lugar.
—No consigo comprender qué ha ocurrido. La vieja... 
Andrews sacudió la cabeza.
—El viento. Toxinas radiactivas. Lo verifiqué con Centauro II. La guerra devastó todo el sistema. Convirtió el planeta en un pecio venenoso.
—Entonces, no tendremos que...
—No, no nos considerarán responsables. —Caminaron durante un rato en silencio—. No tendremos que dar ninguna explicación. Está muy claro. Cualquiera que venga aquí, en especial una persona de avanzada edad...
—Sólo que nadie desea venir aquí —comentó Norton con amargu­ra—. En especial una persona de avanzada edad.
Andrews no contestó. Andaba con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos. Norton le seguía en silencio. Sobre sus cabezas, la luna dejó atrás la niebla y penetró en una extensión de cielo despejada, brillando con mayor fuerza.
—Por cierto —dijo Norton, con voz fría y distante—. Éste es el úl­timo viaje que hago con usted. Rellené una petición formal mien­tras estaba en la nave.
—Oh.
—Pensé que debía decírselo. En cuanto a mi parte del kilo de po­sitivos, puede quedársela.
Andrews se ruborizó y aceleró el paso, dejando atrás a Norton. La muerte de la anciana le había trastocado. Encendió otro cigarri­llo y lo tiró al cabo de pocos momentos.
Maldita sea... La culpa no era suya. Era una vieja. Trescientos cincuenta años. Sorda y senil. Una hoja marchita, arrastrada por el viento, por el viento venenoso que azotaba sin cesar la superficie devastada del planeta.
La superficie devastada. Cenizas saladas y desperdicios. La línea quebrada de colinas desmoronadas. Y el silencio. El eterno silencio. Sólo el viento y el chapoteo de las turbias aguas estancadas. Y los pájaros oscuros que surcaban el cielo.
Algo brilló a sus pies, en la ceniza salada. Reflejaba la palidez enfermiza de la luna.
Andrews se agachó y tanteó en la oscuridad. Sus dedos se cerra­ron sobre algo duro. Tomó el pequeño disco y lo examinó.
—Qué raro —dijo.
No volvió a acordarse del disco hasta que estuvieron en el espa­cio, volando hacia Fomalhaut.
Se apartó del panel de control y rebuscó en sus bolsillos.
El disco estaba desgastado. Era muy fino. Y terriblemente anti­guo. Andrews lo frotó y escupió sobre su superficie hasta que estu­vo lo bastante limpio para examinarlo. Un grabado borroso..., y nada más. Le dio la vuelta. ¿Una ficha? ¿Una arandela? ¿Una moneda?
En el reverso había unas pocas letras carentes de sentido, en al­gún idioma antiguo y olvidado. Sostuvo el disco a la luz hasta que descifró las letras:

E PLURIBUS UNUM

Se encogió de hombros, tiró el fragmento de metal antiguo a la unidad eliminadora de residuos y devolvió su atención a la carta estelar, a su hogar...


FIN

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