EJEMPLOS DE ENSAYOS LITERARIOS El ensayo
literario se caracteriza por un extremo cuidado en el lenguaje. Se
trata no solo de transmitir una idea determinada, sino de hacerlo con un estilo
y una voz que identifique al autor del ensayo.
¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas
casas una ciudad? Según cantaba el labriego de Poitiers,
La hauteur des maisons
empêche de voir la ville,
empêche de voir la ville,
y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver
el bosque. Selva y ciudad son dos cosas esencialmente profundas, y la
profundidad está condenada de una manera fatal a convertirse en superficie si
quiere manifestarse.
Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles
graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un bosque? Ciertamente que no: éstos son
los árboles que veo de un bosque. El bosque verdadero se compone de los árboles
que no veo. El bosque es una naturaleza invisible — por eso en todos los
idiomas conserva su nombre un halo de misterio.
Yo puedo ahora levantarme y tomar uno de estos vagos
senderos por donde veo cruzar a los mirlos. Los árboles que antes veía serán
sustituidos por otros análogos. Se irá el bosque descomponiendo, desgranando en
una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me
encuentre. El bosque huye de los ojos.
Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la
verdura, nos parece que había allí un hombre sentado sobre una piedra, los
codos en las rodillas, las palmas en las sienes, y que, precisamente cuando
íbamos a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que este hombre,
dando un breve rodeo, ha ido a colocarsc en la misma postura no lejos de
nosotros. Si cedemos al deseo de sorprenderle — a ese poder de atracción que
ejerce el centro de los bosques sobre quien en ellos penetra —, la escena se repetirá
indefinidamente.
El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros
estamos. De donde nosotros estamos acaba de marcharse y queda sólo su huella
aún fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas corpóreas y vivas las
siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada más
exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la mirada a un claro
entre la espesura y hallaréis un temblor en el aire como si se aprestara a
llenar el hueco que ha dejado al huir un ligero cuerpo desnudo.
Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el
bosque una posibilidad. Es una vereda por donde podríamos internarnos; es un
hontanar de quien nos llega un rumor débil en brazos del silencio y que
podríamos descubrir a los pocos pasos; son versículos de cantos que hacen a lo
lejos los pájaros puestos en unas ramas bajo las cuales podríamos llegar. El
bosque es una suma de posibles actos nuestros, que, al realizarse, perderían su
valor genuino. Lo que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata
es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante.
Extracto de El hombre mediocre, (José
Ingenieros) capítulo “La moral del genio”
El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero
su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie
mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La conducta del
genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo
sacrifica a ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro
por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo
verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un
culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fue
en Leonardo y en Goethe.
Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del
ideal: la moralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se
descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora
las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la
ciencia busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir.
Nunca tiene alma de funcionario. Sobrelleva, sin vender sus libros a los
Gobiernos, sin vivir de favores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los
falsos genios oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del
Estado. Vive como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de
ella. El que pueda domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca,
absolutamente, un hombre genial.
Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica.
Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la
mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y
es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo
y lo explota, el que predica el carácter y es servil, el que predica la
dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos
mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ése no es genio, está
fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como
si resonara en el vacío.
El portador de un ideal va por caminos rectos, sin
reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés;
repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a
todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la
Humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo
y dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera
en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las
bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de
catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y
los dogmas de cuántos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la
culminante moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes,
sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la
preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que
elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los
grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces
los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos.
Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su
horizonte afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero
no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al
genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los que
se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.
La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era
necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión; “Golpea tu corazón, que en él
está tu genio”, escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura
no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los
caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a
concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque
nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva,
optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua
crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera
escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si
en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al
objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio
es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente
cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque
con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta
ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los
cristianos, con saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo
se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y
no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para
matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es
simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los
hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si
éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones
vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen
incrédulos, confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo
por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a
la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe
es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende y el
fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un
renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el
fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.
Frente a la domesticación del carácter que rebaja el
nivel moral de las sociedades contemporáneas, todo homenaje a los hombres de
genio que impendieron su vida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de
fe en su Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que
contribuyan al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación
siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los
genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para
nuevos esfuerzos.
Todo hombre de genio es la personificación suprema de un
Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene
fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se
templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño,
apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde
aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo,
prepáranse climas propios a su advenimiento.
Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de
los siglos, y fuerza es que mueran otros venideros, implacablemente segados por
el tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa
fantasmagoria de lo divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la
moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas
bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que
alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en
un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud
de los santos, por la doctrina de los sabios, por la
Filosofía de los pensadores.
De qué viven los médicos? (Rafael
Barret)
De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar
sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad
de salud que gracias a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se
les recompensa en razón de la cantidad de enfermedad que revisan. Sumad los
dolores, las angustias y las agonías de la carne humana en los países
civilizados a lo occidental, y previa una simple proporción, deduciréis lo que
se abona a los médicos. El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos
más mejor, como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala fe y de
mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y el
sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene privada
es para los médicos una epidemia.
Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran
hombres parecidos a los demás, correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en
el ambiente que le envuelve las transformaciones favorables a su existencia: el
comerciante acapara, el periodista inventa, el político intriga, el banquero
hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al médico le
conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La
medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que
descomponer un aparato, por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien,
mientras los bolsistas urden la miseria y la desesperación de familias
inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una
esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades,
renuncian al semihomicidio lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es
-fenómeno curioso- de un modo involuntario.
Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en
general, se abstengan de intervenir demasiado en sus asuntos. Les hemos de
estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel de espectadores a veces
poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada?
Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto
pagarles por visita? Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el
precio de una obra concluida satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se
le cae el viaducto, o del contador a quien no le salen las cuentas! Era de
sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación. Un
campesino muy avaro tenía a su mujer en cama desde hacía dos meses, y acosado
por los vecinos, se decidió a llamar al doctor:
-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso
sobre peso. La vieja falleció, y a poco, apareció el galeno a saldar su cuenta.
-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.
-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.
-¿La curó usted?
-Desgraciadamente, no.
-Pues, entonces, no le debo nada.
Una medida de pública defensa sería publicar al lado de
cada defunción acaecida en el día, el nombre del médico. Se cuenta que uno de
los judíos más ricos del mercado francés comenzó a poner en práctica esta idea,
utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se sabe dónde,
cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su
fortuna. La verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia,
ante un accidente complicado en esas muertes que con deliciosa ironía
denominamos naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado.
La objeción esencial al «control» consiste en que la
ciencia es impotente para establecerlo. Ninguna persona medianamente ilustrada
o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se hará ilusiones sobre los
vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de granos,
una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores
facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a
moribundos desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las
teorías en curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito. Ignorantes
iluminados enarbolan procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes
y hasta los curan. Lo más conveniente para los enfermos que quieran gastar una
cierta suma en la experiencia, es recorrer los consultorios, apuntar lo
ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante el estado
rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un
médico por torpe o criminal?
¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las
escasas nociones reconocidamente útiles que arroja la medicina moderna, y no
acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero, indudablemente, poco
humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el santo
milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el médico no fuera
sino un sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos
en las botellas y frascos donde los boticarios sin conciencia vierten sus
innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su función
es sobre todo religiosa.
La medicina, en su acción social, tan diferente de la
quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá apartándose mucho tiempo. Durante
mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico, lucharán en la
soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos
perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la
certidumbre que se acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad
en la boca y la indecisión en el alma, sino la fiera curiosidad en los ojos y
la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un
cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia.
Delincuentes sublimes, roban la vida presente, como el amor, para cimentar la
vida futura.
El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la
existencia. Ningún amor, sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a
los desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho de
tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona amada está
sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte. Como un re- medio
contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas concibieron un ejercicio
de meditación que consistía en imaginar al cuerpo de la mujer como un saco de
inmundicias. Los monjes cristianos también practicaron estos ejercicios de
denigración de la vida. El remedio fue vano y provocó la venganza del cuerpo y
de la imaginación exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas
de los anacoretas. Sus visones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la
luz disipa, no son quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y
que la abstención alimenta y fortifica. Transformadas en monstruos por la
imaginación, el deseo las desata.
Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San
Antonio es un emblema de una pasión reprimida. La negación de la vida se
resuelve en violencia. La abstención no nos libra del tiempo: lo transforma en
agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.
Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más
corroborada en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un
hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus
derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico
al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.
Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos
siempre y en cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría
hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy
no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias
ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos
fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos
por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la
ley de Dios nos ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual
no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste en
pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica,
ni hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va
camino de santo. No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas
ajenas; no basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento;
ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna
pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez
contesto a maliciosas insinuaciones de algún otro espontáneo y para mí
desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que como hay muchas, muchísimas
más verdades por decir que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos
a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas
otras que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre
que alguien nos arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o cuales
verdades, podemos contestarle que si así como él quiere hiciéramos, no
podríamos proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre
también que lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la
tenemos también, no es así.
Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese
malicioso corresponsal, que si bien no estimo poeta al escritor a quien él
quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que él admira y
supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino
revestir con una forma abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y
alamares un maniquí sin vida, el otro dice, sí, algunas veces cosas
sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas— pero cosas poco o nada
poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño
de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más por extenso
en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo otro.
Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo
bastante sobre lo de buscar la verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar la
vida en la verdad.
El derecho de soñar (Eduardo Galeano)
Vaya uno a saber cómo será el mundo más allá del año
2000. Tenemos una única certeza: si todavía estamos ahí, para entonces ya
seremos gente del siglo pasado, y, peor todavía, seremos gente del pasado
milenio.Sin embargo, aunque no podemos adivinar el mundo que será, bien podemos
imaginar el que queremos que sea. El derecho de soñar no figura entre los
treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948.
Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se
morirían de sed.
Deliremos, pues, por un ratito. El mundo, que está patas
arriba, se pondrá sobre sus pies:
– En las calles, los automóiles serán pisados por los
perros.
– El aire estará limpio de los venenos de las máquinas y
no tendrá más contaminación que la que emana de los miedos humanos y de las
humanas pasiones.
– La gente no será manejada por el automóvil, ni será
programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será
mirada por el televisor.
– El televisor dejará de ser el miembro más importante de
la familia y será tratado como la plancha o el lavarropas.
– La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para
trabajar.
– En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen
a hacer el servicio militar, sino los que quieran hacerlo.
Racismo (José Martí)
Esa de racista está siendo una palabra confusa y hay que
ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca
a una raza o a otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos. El negro,
por negro, no es inferior ni superior a ningún otro hombre; peca por redundante
el blanco que dice: “Mi raza”; peca por redundante el negro que dice: “Mi
raza”. Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o
acorrala es un pecado contra la humanidad. ¿A qué blanco sensato le ocurre
envanecerse de ser blanco, y qué piensan los negros del blanco que se envanece
de serlo y cree que tiene derechos especiales por serlo? ¿Qué han de pensar los
blancos del negro que se envanece de su color? Insistir en las divisiones de
raza, en las diferencias de raza, de un pueblo naturalmente dividido, es
dificultar la ventura pública y la individual, que están en el mayor
acercamiento de los factores que han de vivir en común. Si se dice que en el
negro no hay culpa aborigen ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su
alma de hombre, se dice la verdad, y ha de decirse y demostrarse, porque la
injusticia de este mundo es mucha, y es mucha la ignorancia que pasa por
sabiduría, y aún hay quien crea de buena fe al negro incapaz de la inteligencia
y corazón del blanco; y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo,
no importa que se la llame así, porque no es más que decoro natural y voz que
clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se aleja de la
condición de esclavitud, no acusa inferioridad la raza esclava, puesto que los
galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con
la argolla al cuello, en los mercados de Roma; eso es racismo bueno, porque es
pura justicia y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba
el racismo justo, que es el derecho del negro a mantener y a probar que su
color no le priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana.
¿Qué es un escritor? (Rosario Castellanos)
La pregunta
puede contestarse con una respuesta obvia: un escritor es una persona que
escribe.
Una persona que escribe; hela aquí, ante la página en
blanco, uno de los abismos a los que en ocasiones nos enfrenta el azar.
¿Escribe? No. Mordisquea la punta del lápiz, se mesa los cabellos, da vueltas
por la habitación como una fiera enjaulada. Vacilaciones, plazos,
arrepentimientos. Y, con la decisión de quien se lanza al agua, surge la
primera letra. La mano, tan dócil en otros quehaceres, se crispa: el brazo se
acalambra; las ideas zumban con la insolencia de la mosca, escapan a los papirotazos.
De un modo o de otro la hoja de papel se llena. ¿Qué ha
pasado? Que el suceso que se quería narrar (un suceso vivo, fluyente, cálido)
aparece opaco, desabrido, hosco. Alguien ha traicionado a nuestro protagonista
y en cada sílaba se advierte el jadeo del esfuerzo, la desobediencia de los
músculos, los sobresaltos de la mente. No le queda más alternativa que cerrar,
avergonzado, el cuaderno y jurarse no volver a abrirlo más que para la
redacción de formularias esquelas de negocios o la consignación de alguna
cifra, de algún dato importante.